lunes, 21 de octubre de 2019

DIARIO DE UNA ESCRITORA RURAL (IV o V o XVII)



No hace mucho, una amiga me comentaba que mi pasión al hablar de los pinos, del monte, de la huerta o de mis recuerdos infantiles, no era una impostura de fin de semana, como esas gentes que hablan de las bondades del mundo rural por haber pasado unos días en una casa con encanto, haber visto cuatro ovejas, dos vacas y regresar con el cuerpo comido por los mosquitos.

Nadie duda de la importancia de mantener nuestras raíces, lo vemos constantemente en estos últimos días. Como también hay quienes renuncian a ellas. Tan válido es una postura como la contraria. 
Todo tiene ventajas e inconvenientes. Pero si me dan a elegir entre la ciudad y el campo, lo tengo bastante claro.
Provengo, como tantos y tantos españoles, de una familia nacida en una aldea, en un pueblo, en un lugar apartado de las ciudades. De una familia que emigró para poder sobrevivir porque el campo no les daba de comer.
Emigró mi abuela y sus hermanas. Marcharon a Valencia a trabajar, a servir, que era para lo que eran contratadas las muchachas de campo, la mayoría de ellas sin saber leer o escribir. Años después lo hizo la madre. 
En la ciudad nació mi madre. Y nací yo.
Pero nunca abandonamos (excepto mi bisabuela, que todavía le sabía a pan negro y hambre los recuerdos de su aldea) el lugar que las vio nacer o crecer.
Yo no he vivido, ni vivo, de los trabajos del campo excepto por placer. Quizás, si mi familia hubiera dejado tierras, el asunto hubiera sido diferente y hoy sabría llevar un tractor, o no. Y tendría viñas y hacienda.
Los pueblos se fueron vaciando hace décadas y pocas cosas se han hecho al respecto. 
En este mío no tenemos Ayuntamiento. Es una pedanía y, como tal, dependemos de una población más grande. Pagamos los correspondientes impuestos pero apenas recibimos compensación. El alcalde pedáneo se elige por votación popular. Este año casi la lían.
Sé que a mucha gente el ambiente de una aldea, donde todos nos conocemos, donde la mitad es familia de una cuarta parte y el resto de la otra, puede resultar agobiante. No digo que no. 
La diferencia es que aquí te saludan, te comentan, te preguntan. Y de ti depende lo que quieras contar o comentar o responder. En la ciudad recurrimos al estado del tiempo cuando subimos en el ascensor con un vecino al que puede que ni siquiera conozcamos.
Cuando hicimos el seguro de la casa nos preguntaron si teníamos alarma. Sí, el vecino de enfrente, les respondimos.


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