En tu vida se concentran otras
muchas vidas. Demasiadas para un hombre solo. Un exceso de momentos que
desearías olvidar. Por esa razón, cuando todos esos momentos y esas vidas se
convierten en un lastre, en un peso difícil de soportar, tomas un tren. Uno
cualquiera, el primero que salga de la estación, no importa el destino.
Llevas en la cartera una
fotografía en blanco y negro. Un niño y una niña sonrientes sentados sobre una
caja de madera en un vagón de tren. Dos criaturas inocentes, que miran hacia
fuera mientras en tren se pone en marcha. Y dicen adiós con la mano a alguien
que no recuerdas.
Se sientas junto a la ventanilla.
Las de ahora están siempre cerradas, imposibles de abrir. Normas de seguridad. No
puedes subirte al asiento y aflojar la parte superior para que descienda el
cristal. Da igual. En cuanto el tren inicia su camino, escuchas el traqueteo de
las ruedas sobre las vías, cierras los ojos y acaricias la fotografía. Respiras
hondo. Una corriente tranquilizadora recorre tus venas. Al abrir los ojos el
paisaje es el que tú quieres ver desde tu mirada infantil. Los olores, los
sonidos, las voces. Cuando la carbonilla se cuela en tus pupilas, lloras. Tus
vidas desaparecen, los momentos se evaporan. El tiempo retrocede. Reconoces esa
sensación como lo que llaman felicidad.
Cuando el tren se detenga y
llegue a su destino, permanecerás en tu asiento. Después tomarás otro que te
devuelva a tu vida para recuperar al hombre que habita en el discurso vacuo y
en la mentira que te ayuda a sobrevivir en el mundo que has elegido.