Largo al factotum
La labor de periodista tiene
momentos muy gratos. Ayer tuve el placer de conocer a uno de los más grandes
barítonos de todos los tiempos: Riccardo Stracciari.
Meses atrás concerté una
entrevista con su representante, cuando supe que él y su compañía de ópera
habían sido contratados para la inauguración del teatro Olympia, con la
representación de cuatro óperas “Il Barbieri di Siviglia”, “Rigoletto” “Tosca”
y “Manón”.
A las diez de la mañana, con
tiempo de sobra para charlar antes de su ensayo general, lo recogí en el hall
del hotel Reina Victoria. Al pie de la escalera encontré un hombre de mi
estatura, de porte elegante. Vestía traje de color marón y un abrigo negro
sobre su brazo izquierdo.
— Félix Azzati, Direttore del
quotidiano El Pueblo. Molto lieto di conoscerla. Benvenuto a Valencia.
— Riccardo Stracciari, É un vero
piacere venire a Valencia all’ inaugurazione del Teatro Olympia.
Sonrió. Apenas habíamos comenzado
a caminar cuando se percató de que me había presentado utilizando su idioma y
de mi apellido, Azzati.
Sonreí yo también.
— Aunque nací en Cádiz, soy hijo
de italiano — le dije. — Mi padre se llama Giovanni. Es músico y director de
orquesta. Exiliado. Su apoyo a Garibaldi le costó un poco caro. Ahora se dedica
a arreglar paraguas y lañar cacharros. Es conocido en la ciudad por el nombre
de Juan y por cantar su oficio entre arias de ópera y poemas italianos. Igual
recita a Leopardi, como habla de Mazzini. A su lado, he callejeado por esta
ciudad portando la caja de sus útiles.
El barítono me escuchaba con
mucha atención. Su mirada, directa, estaba impregnada de franca simpatía.
Su acento boloñés, ligeramente
distinto del mío, modulado en su potente voz me hizo reconocerme en el idioma
materno. Hablamos de sus éxitos por todo el mundo, de la ópera y de las veces
que ha representado el papel de Fígaro. Y lo hizo con tal intensidad, que me
llevó a entender la pasión y la añoranza que muestra mi padre cada vez que
canta o dirige mentalmente una obra mientras arregla un paraguas.
Quiso que le mostrara alguna zona
de la ciudad mientras continuábamos conversando. Desde el hotel Reina Victoria
nos dirigimos hacia las obras del nuevo mercado de Colón.
— El estilo modernista ha entrado
con fuerza en Valencia. En poco tiempo se convertirá en una ciudad nueva. En
estos momentos contamos ya con varios teatros y la inauguración del Olympia es
una muestra más de este proceso de adaptación a los nuevos tiempos.
Su conversación es amena. Es un
hombre culto, que ha recorrido medio mundo.
Desandamos el camino y llegamos
hasta la nueva estación del ferrocarril que él había observado a su llegada.
Desde allí, atravesamos la plaza de Emilio Castelar. Le mostré el Ayuntamiento,
aún en construcción.
— Estamos muy cerca del teatro
Olympia. Hasta hace poco había un convento en su lugar. El Convento de San
Gregorio para mujeres arrepentidas. Una gran obra de urbanización de la ciudad. Le gustará el
trabajo del arquitecto, don Vicente Rodríguez. Yo no lo he visto por dentro,
pero comentan que es espectacular. Lo comprobaré esta noche, después del ensayo
general. Hay prueba de luces a las cuales he sido invitado en mi calidad de
periodista.
Nos despedimos afablemente a la puerta
del teatro hasta el día siguiente.
Mi padre, Juan como todo el mundo
lo conoce, esperaba a la puerta de su casa, nervioso como un niño ante la
inminente llegada de su cumpleaños. Hacía tiempo que no veía en su rostro tanta
felicidad. Junto a mi madre y mi esposa, llegamos caminando desde su casa en la
calle de las Barcas hasta el teatro Olympia. A las puertas se agolpaba una gran
concurrencia y muchos curiosos que admiraban la iluminación y el aspecto del
teatro.
Tomamos asiento en el palco
platea. No fue fácil desembolsar la cantidad de ochenta y cinco pesetas por el
abono de las cuatro funciones, pero creí que merecía la pena el esfuerzo. Deseaba
que mi padre se sintiera como un personaje más de la ópera o como el director
que tanto añoraba. A las nueve en punto sonó la obertura.
Mi padre se incorporó en su silla
y apoyó los brazos sobre la barandilla del palco para observar la orquesta. Y las
primeras lágrimas comenzaron a aflorar. Al finalizar la obertura se alzó
lentamente el telón.
Stracciani demostró desde las
primeras notas que es un gran artista, uno de los mejores del mundo, completo,
perfecto. Su graduación de matices es excelente. Su voz aterciopelada, su
técnica belcantística perfecta para el canto legato. Su fraseo, su dicción
exquisita. Se movía por el escenario con desenvoltura. Y su caracterización en
el papel del astuto Fígaro, fascinante.
Mi padre apenas parpadeaba.
Seguía los movimientos de los músicos. Su mirada fluctuaba entre los arcos de
los violines y las manos del director, mientras cantaba el papel de Fígaro con
voz queda. Emocionado, se enjugaba las manos en un pañuelo.
En los entreactos, comencé a
escribir lo que sería mi crónica del diario “El Pueblo” del día siguiente:
“La espléndida
iluminación de la fachada aumentó la curiosidad del público, ya bastante
avivada por los anuncios y comentarios de estos días, y frente al coliseo
estacionóse una multitud antes y después de la función y sirvió de adecuado
marco al brillante desfile de quienes la presenciaron. La
artística suntuosidad del teatro aparecía realzada por la presencia de
bellísimas mujeres”
“Hermosas y simpáticas
jóvenes, uniformadas con gusto, ejercían amablemente los oficios de
guardarropas y acomodadoras. Pollos hubo que entregaron y retiraron el abrigo
en todos los entreactos, y que cada vez que entraban en el salón preguntaban
por el paradero de sus respectivas localidades”
Al observar a mi padre durante
toda la representación sentí, acaso por primera vez en mi vida, la desazón de
no haber estudiado música, de no haberle concedido ese deseo pese a su
insistencia y haberme dedicado a dos tareas menos placenteras y agradecidas: el
periodismo y la política.
“No menos insinuante y, en el canto, afortunada, estuvo Graziella
Pareto. La eminente soprano conserva frescas las facultades que tantos aplausos
le han conquistado”
“Ambos cantantes merecieron también grandes aplausos en el dúo del
segundo acto, cantado irreprochablemente y matizado a la perfección”
El teatro, lentamente, fue
quedando vacío. Mi padre continuaba en ese estado de letargo que sigue a un
feliz sueño.
Recogimos nuestros abrigos y
aguardamos en la cafetería del teatro al señor Stracciani. Con la emoción
contenida, mi padre abrazó al barítono. Conversaron. Resurgió el músico, el
director, el ciudadano italiano. Mi padre insistió en acompañar a Stracciani
hasta el hotel. Tomados del brazo, como viejos conocidos, uno de los dos
comenzó a entonar:
Sono
il factotum della citta,
Y al momento,
dos voces más, bien empastadas, llenaron las calles de la ciudad
Sono
il factotum della citta,
Sono
il factotum della citta,
della
citta, della citta,
Della
citta!!!
La
la la la la la la la la!