martes, 30 de junio de 2020

DIARIO DE UNA ESCRITORA RURAL

Ha llegado el tiempo de baño. 
Desde hace unos años vamos a la piscina municipal. 
O al Cabriel, el río fronterizo entre la Comunidad Valencia y Castilla- La Mancha, que baja siempre limpio y frío.
El río, la rambla, donde nos bañábamos de pequeños, la que da nombre a la comarca, es un lugar insalubre. 
Cuando paso cerca, camino de mi huerta, desvío la mirada hacia la derecha. Al final de una cuesta está el antiguo lavadero. Viejo, derrotado por el tiempo, como un animal tras una cacería. Del edificio quedan las paredes y parte del techo de tejas. El interior estaba anegado de barro la última vez que lo vi.
Quedan las pilas de lavar, desgastadas por el uso y las tablas de piedra. Quizás ahora ni siquiera eso. Una vecina quiso, soñó, que pudiera ser reconstruido. Pero es imposible. Hay construcciones que recuerdan los años duros, la pobreza y es preferible dejarlos así. Nadie parece enorgullecerse de ello.
Esa cuesta la subía en verano con mis primas. Mis tías, las primas hermanas de mi madre, lo hacían a diario, hiciera frío o calor.
Mientras las madres lavaban, nosotras nos bañábamos en el agua clara, donde nos refrescábamos del intenso calor seco del verano del interior de la península.
El ascenso por aquella cuesta se hacía pesado. En pocos pasos, el fresco recogido en el cuerpo se transformaba en sudor. Las mujeres cargaban con la ropa limpia. En la mula, creo recordar, cargaban los botijos y los cántaros en los serones. 


Más alejado del pueblo, siguiendo el cauce de la rambla, llegábamos a unas pozas (tollos) en medio de la montaña. Entonces había unas pequeñas cascadas. Más adelante, un molino antiguo, también derruido
A los lados de la cuesta, antes de entrar al pueblo, había eras. 
Nada se parece ahora a aquello. El progreso, dicen. 
La rambla es un sitio lleno de mosquitos. Un cañaveral donde anidan, dicen, unos pocos animales acuáticos. En verano, hiede. 
Todos los residuos humanos y agrícolas van a parar a ese pequeño cauce.
En los márgenes hay cascotes de obras, sacos, de tierra, desperdicios que el viento trae y lleva.
La rambla se ha convertido en una depuradora. A la espera de las lluvias y que una avenida arrastre consigo lo que el ser humano trastoca.
Tenemos una hermosa piscina. 
Con cloro y depuradora. 
La felicidad.




miércoles, 24 de junio de 2020

DIARIO DE UNA ESCRITORA (cada vez menos) RURAL.


Echo de menos a la Eulalia, la pregonera. 
La Eulalia era una mujer menuda, recogida sobre sí misma, vestida de negro, hasta el pañuelo que tapaba sus canas. Cuando había pregón, se situaba en las esquinas de varias calles, en la plaza, a la puerta de la iglesia, hacía sonar la trompetilla y salíamos a escuchar lo que tenía que anunciarnos.
La Eulalia murió hace muchos años. El progreso la sustituyó por altavoces repartidos por la aldea. Es más acertado decir: mal repartidos.
Desde el centro social se emite el mensaje, precedido de una sintonía que se repite tres veces, que lee una mujer del pueblo.
Hay dos sintonías ya consolidadas. 
Si se trata de un fallecimiento, suena José Manuel Soto (sí, el mismo, ese que se salta el confinamiento cuando le sale de los cataplines)
Si tenemos mercado ambulante, ya sea fruta, melones, sandías, patatas o bragas de dos euros, nos avisan a través de Estopa.
Echo de menos a la Eulalia porque se le entendía mucho más que a la pregonera actual. Hoy no nos hemos enterado muy bien de lo que ha dicho. No sabemos si ha cesado el hornero o se ha muerto. El caso es que no había pan.
La mujer vocaliza mal, lee sin ganas, sin énfasis, en un tono plano y nasal que hace que sus palabras desaparezcan en las vibraciones de los altavoces.
El hornero no se ha muerto. Quizás lo han cesado. 
El lunes vino la Guardia Civil a por él. Comentan que acusado por su mujer de malos tratos.
Y luego dicen que aquí nunca pasa nada.


domingo, 14 de junio de 2020

DIARIO (ABANDONADO) DE UNA ESCRITORA RURAL


Me preguntan, ¿cuándo vuelves a Valencia?
Se extrañan de mi respuesta: No lo sé, no tengo ganas.
Sé que mucha gente no lo entiende. ¿Cómo es posible que prefiera vivir en una aldea que en la ciudad?
En un lugar donde no hay nada, donde nunca pasa nada (y no lo digo por mi novela)
Y yo les digo que están equivocados. Allá donde hay gente, siempre ocurre algo.
Hemos tenido un confinamiento tranquilo. Todos o casi todos, hemos respetado las normas, las instrucciones, las distancias físicas. La parte social ha sido compensada por las redes sociales, por las colas para entrar en el supermercado, en la carnicería o en la farmacia. En esos momentos llegaban las conversaciones, los estados de ánimo, los chascarrillos, las ganas de hablar.
En algún momento añoré tener un perro. Era la excusa perfecta para salir a pasear. Curiosamente, en un pueblo como este, a los perros se les abre la puerta de la casa y cagan y mean donde se les antoja. A veces, debajo de mi ventana.
Alguna vez nos hemos escapado. Hemos salido por una senda hasta el montecillo cercano. En silencio, como delincuentes, escondiéndonos detrás de las matas al escuchar el sonido de un coche. Pocas veces, en realidad.
Cuando paro de teclear, giro la vista hacia mi derecha y veo el monte. Está verde, mucho, más que otros años. Quizás haya sido la ausencia de huellas humanas o la lluvia de abril. También veo dos moscas, habitantes insistentes de este inicio de calor. Veo las nubes, el cielo azul. Los buitres cuando sobrevuelan a tanta altura estos cielos sin aviones.
Esta es la parte poética. 
¿No echas de menos ir al cine, al teatro, a las presentaciones de libros?
Nos olvidamos de que existen las carreteras, los coches, los autobuses.  Y que las distancias no son insalvables. Que vivir en una aldea no significa aislarse del mundo. Ya no. 
Aquí también hay material para escribir. Ver pasar a un chaval en bicicleta, con un pozal colgando del manillar, oliendo a oveja y con el móvil en una mano escuchando a Joselito a todo trapo, no tiene precio.