También en septiembre, los vecinos habituales marchan cada día, temprano, antes de que el sol agobie, a la vendimia. Durante unas horas la aldea queda más vacía que de costumbre.
Los primeros días, hasta que el oído se acostumbra, el silencio es espeso, como si se hubiera acabado el mundo. Quizás, solo quizás, se puede añorar el bullicio urbano como un espejismo del mundo habitado hasta que aspiras olores, escuchas el canto de los pájaros, incluso el del puñetero grillo que no tiene horario y acabas por reconciliarte con esa soledad buscada.