Imagen tomada de la red
En la casona de la abuela los silencios estaban pegados a las paredes. Intuíamos que las habitaciones
cerradas contenían algo más que recuerdos, objetos inamovibles de nuestros familiares.
Una en especial, en el piso superior, cerca de la buhardilla, estaba siempre
cerrada con llave. La cocinera nos confesó que la habitaba el fantasma de un
hombre. Por eso estaba cerrada, para evitar que saliera a molestar. Jamás se podía pronunciaba su nombre. Traía mala suerte.
Éramos niños, atraídos por el misterio de
esos silencios, con la curiosidad rebosando por los poros. En cada visita a la
casona nos escurríamos hacia la puerta de esa habitación. En voz baja llamábamos al fantasma esperando que atravesara las paredes y se manifestara. Nunca dejábamos de intentarlo. Pero en
lugar del fantasma aparecía la abuela, observándonos desde su silencio abrupto.
Ninguna de nuestras triquiñuelas surtía efecto, no había forma de engañarla.
Ella sí que se manifestaba en cualquier lugar de la casa, como si fuera varias
personas. Hasta que…
Una conversación, palabras musitadas. Una
carta sobre la mesa. Un niño que lee un remite que nos sorprende. Y una pregunta
inocente. Y tras un instante de turbación, las máscaras comienzan a caer. Un
estruendo de palabras rotas, memorias engañadas, orgullo mal entendido, temor
al qué dirán. Las miradas desconcertadas sobre la abuela. Lágrimas de vejez,
quizás de arrepentimiento. De soledad. Y la pregunta varias veces repetida.
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Abuela, ¿quién es Angélica?
Relato para #historiasconorgullo de ZENDA.