lunes, 19 de noviembre de 2018

PRESENTACION LIBRERIA RAMON LLULL


Amaneció el sábado más tranquilo, nublado, pero con ánimo de despejarse por algún rincón. Al menos, parecía que el agua del día anterior nos iba a dar un poco de tregua.
Después de tocar notas largas al oboe, comprobar que la caña estaba en mejor estado que yo, de hacer los macarrones para mi familia, sobre todo por mi nieto, de pintarme los ojos, un acto que he olvidado desde que mi jubilé y de dejar las cosas preparadas, nos fuimos a recoger al señor editor al tren. La comida con Mariano y Mayte siempre es placentera. Nos conocemos muchos años, sabemos lo que nos gusta, y nos gusta la conversación. El mar al fondo, algo bravío, repleto de veleros. Mis nervios estaban todavía templados. Sin pensar en lo que venía después. Y para templarlos del todo nada mejor que un carajillo de ron.
A las seis y media en la librería, donde había quedado con Víctor, mi profesor de oboe. La persona que me ha ayudado a retomar el instrumento después de cinco años sin tocar, sin soplar la caña, casi sin acordarme de respirar. Y el carajillo dejó de hacer efecto. Me tendría que haber tomado unas valerianas o tres whiskises.
Con la música yo soy como aquellos abueletes de las bandas de música de antaño: con más devoción que estudios. Es lo que sucede cuando empiezas los estudios pasada la cuarenta. He tocado muchos años en banda, es cierto, pero siempre, por suerte, sin destacar.  Y nunca he hecho audiciones, como se suele hacer en los Conservatorios.
Yo sola me metí en el lío de querer combinar la música con la literatura. Y de querer que fuera una sorpresa para todos. De ahí mis nervios. De pronto, la librería se llenó de gente: amigos, compañeras del colegio, de la oficina, familia, escritoras y escritores que quisieron acompañarme y Víctor se tuvo que encargar en poner el oboe en orden: soplar la caña para comprobar que funcionaba, que estaba afinada. Las partituras venían en unas cartulinas con la portada de la novela. Un detallazo de una persona generosa.
Me gusta ser puntual en las presentaciones. Cinco minutos de cortesía, y al lío.
Tocamos tres piezas pequeñas que Víctor había arreglado para dos oboes. Ya dije que Bizet había escrito uno de los solos más hermosos para oboe de toda la historia de la música, que lo que yo hiciera, seguramente, no tendría nada que ver con ello. Los nervios en la mandíbula. Y algún bemol que otro se escapó, pero gracias a Víctor todo salió bien.
La presentación a cargo de Fani Fernández fue genial. Aguda, cariñosa, cómplice, detallista. Igual que las palabras de Mariano y la acogida de Almudena en la librería, como siempre, como estar en casa. Y tanta gente y tanto cariño que todavía estoy desbordada.







domingo, 4 de noviembre de 2018

FESTEJAR LA MUERTE



Los olores son una de mis debilidades. En un día como este, rodeada de crisantemos, gladiolos, claveles o lirios, celebrar la muerte como otra forma de vida me acerca a lo sublime.  Hoy me acicalo más que de costumbre. Como un homenaje a aquellos a quienes voy a visitar.

En casa tengo un altarcito. Lo voy montando con mucha devoción desde finales de octubre hasta el 3 de noviembre, cuando ya he recibido la visita de las almas de mis difuntos. Esta costumbre la adquirí hace muchos años, cuando viví en México. Allí sí que entienden lo que es festejar la muerte. El altarcito es de siete pisos, tan lindo. Yo misma hago las calaveritas a lo largo de los meses. Cada año es distinto. Todo depende de las fotografías. No importa si son en blanco y negro o en color.

El pasado año dediqué el altarcito a los viejitos. Pobres, tan abandonados en esas residencias oscuras, que huelen a células muertas, a lejía podrida, a col hervida. Sin familia, sin nadie que les visite, excepto yo, la sobrina o la vecina que nunca les ha olvidado. Ellos no suelen recordar nada. Me aceptan de buen grado, como aceptarían a un perro o un gato. Les pido una fotografía y la guardo. Para el altarcito. Me quedo a su lado hasta el último suspiro. Evito mirarles a los ojos cuando su mirada suplicante, su mano agarrotada se ciñe a mi brazo. Aunque les hablo, les digo que iré a visitarles, que nunca estarán solos, que pondré velas para que encuentren su camino, que van a tener un altarcito para que se sientan felices, hay quien se resiste a abandonar esa triste y solitaria vida.

Aparte de los altarcitos anuales, vengo a menudo al camposanto. Paseo entre las tumbas, me detengo en los panteones familiares. Como apasionada del arte, disfruto con las estatuas ángeles, de toreros, de escritores. Verdaderas joyas. También me gusta observar las lápidas, siempre se sabe las que son visitadas, cuidadas y queridas. Hay familias que, para recordar a los suyos, tal como ellos pensaban que eran, ponen una fotografía de cuando eran niños, o adolescentes, o del día de la boda o del carnet de identidad. También sucede lo contrario. Algunas tienen las fotografías desvaídas, las flores de plástico están carcomidas por el sol y la pena y el mármol ennegrecido. Es tan lastimoso verlas abandonadas de la mano de dios. Me deja una sensación de desconsuelo que ni siquiera el aroma de las flores logra mitigar.

Este año he dejado a los viejitos para centrarme en mi labor cristiana en aquellos que no tienen nada ni a nadie. Esas personas que duermen en la calle o en los parques, como los animales, que hieden, que beben para consolarse y olvidar, mujeres que sobreviven prostituyéndose, hombres con tendencias criminales o suicidas. Vidas que se me clavan en el corazón. Algunos ni siquiera poseen una foto, pero yo les tomo una y la guardo hasta que llega el momento oportuno, que suele ser la noche, cuando comienza el otoño y se arrebujan entre los cartones y las toscas mantas. El momento de acabar con sus penalidades terrenales.

Me ha quedado un altarcito divino. Tan colorido. Tan lleno.