domingo, 4 de noviembre de 2018

FESTEJAR LA MUERTE



Los olores son una de mis debilidades. En un día como este, rodeada de crisantemos, gladiolos, claveles o lirios, celebrar la muerte como otra forma de vida me acerca a lo sublime.  Hoy me acicalo más que de costumbre. Como un homenaje a aquellos a quienes voy a visitar.

En casa tengo un altarcito. Lo voy montando con mucha devoción desde finales de octubre hasta el 3 de noviembre, cuando ya he recibido la visita de las almas de mis difuntos. Esta costumbre la adquirí hace muchos años, cuando viví en México. Allí sí que entienden lo que es festejar la muerte. El altarcito es de siete pisos, tan lindo. Yo misma hago las calaveritas a lo largo de los meses. Cada año es distinto. Todo depende de las fotografías. No importa si son en blanco y negro o en color.

El pasado año dediqué el altarcito a los viejitos. Pobres, tan abandonados en esas residencias oscuras, que huelen a células muertas, a lejía podrida, a col hervida. Sin familia, sin nadie que les visite, excepto yo, la sobrina o la vecina que nunca les ha olvidado. Ellos no suelen recordar nada. Me aceptan de buen grado, como aceptarían a un perro o un gato. Les pido una fotografía y la guardo. Para el altarcito. Me quedo a su lado hasta el último suspiro. Evito mirarles a los ojos cuando su mirada suplicante, su mano agarrotada se ciñe a mi brazo. Aunque les hablo, les digo que iré a visitarles, que nunca estarán solos, que pondré velas para que encuentren su camino, que van a tener un altarcito para que se sientan felices, hay quien se resiste a abandonar esa triste y solitaria vida.

Aparte de los altarcitos anuales, vengo a menudo al camposanto. Paseo entre las tumbas, me detengo en los panteones familiares. Como apasionada del arte, disfruto con las estatuas ángeles, de toreros, de escritores. Verdaderas joyas. También me gusta observar las lápidas, siempre se sabe las que son visitadas, cuidadas y queridas. Hay familias que, para recordar a los suyos, tal como ellos pensaban que eran, ponen una fotografía de cuando eran niños, o adolescentes, o del día de la boda o del carnet de identidad. También sucede lo contrario. Algunas tienen las fotografías desvaídas, las flores de plástico están carcomidas por el sol y la pena y el mármol ennegrecido. Es tan lastimoso verlas abandonadas de la mano de dios. Me deja una sensación de desconsuelo que ni siquiera el aroma de las flores logra mitigar.

Este año he dejado a los viejitos para centrarme en mi labor cristiana en aquellos que no tienen nada ni a nadie. Esas personas que duermen en la calle o en los parques, como los animales, que hieden, que beben para consolarse y olvidar, mujeres que sobreviven prostituyéndose, hombres con tendencias criminales o suicidas. Vidas que se me clavan en el corazón. Algunos ni siquiera poseen una foto, pero yo les tomo una y la guardo hasta que llega el momento oportuno, que suele ser la noche, cuando comienza el otoño y se arrebujan entre los cartones y las toscas mantas. El momento de acabar con sus penalidades terrenales.

Me ha quedado un altarcito divino. Tan colorido. Tan lleno.



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