jueves, 29 de agosto de 2024

UNA NOCHE EN EL PÁRAMO-


 

                                                                                  





(Imagen creada con I.A)


UNA NOCHE EN EL PÁRAMO

 

             No era la mejor noche de su vida. Luisa se había ido de casa porque roncaba, eso le había dicho, aunque él sabía que esa no era la verdadera razón. Los ronquidos eran la excusa indolora para no decirle claramente que necesitaba alejarse de él y estar a solas. No le especificó ni cuantos días ni dónde iba a estar. Y él supuso que se habría marchado a casa de su hermana, como ya había ocurrido en otras ocasiones. Su relación era distinta, muy moderna decía la madre de Luisa, mirando hacia otro lado; excitante, sin límites, consideraba Luisa. Él no estaba muy seguro. Quizás, desconcertante.

            Estaba acostado en la cama, que le parecía, vista desde su lado, un páramo de soledad. Luisa se había llevado su almohadón que era de distinto relleno que el suyo, el mismo que se trajo cuando decidieron convivir. Al ver la cama descabezada pensó, por entretenerse en algo, que era un animal de dos cabezas, como aquél que había visto en una película hacía unas semanas y que causaba estragos entre los campesinos de una ignota región, hasta que el más valiente de todos ellos se la segaba de un tajo certero. Llevaba más de una hora acostado y el sueño se mostraba reacio. Ya había notado que el insomnio se había aferrado a sus noches como un vampiro. Él mismo se despertaba con el retumbo de sus ronquidos, (Luisa tenía razón), aunque él no quisiera aceptarlo, y abría los ojos sobresaltado, se levantaba de la cama y se iba  al cuarto de baño. Después, conciliar el sueño era todo un logro.

            Desde que se había acostado no paraba de dar vueltas, como si se revolcara en la frialdad del páramo. Se aferraba al almohadón, giraba en redondo, se enredaba en las sábanas, las arreglaba, se arrebujaba entre ellas porque la noche estaba siendo fresca y la ausencia de Luisa congelaba las sábanas y su propio cuerpo.  Y el sueño se alejaba. No quería contar ovejitas para dormirse, no tenía ganas de leer, no solía escuchar la radio y se puso a pensar, para encontrarse con el sueño. Pensó en sus padres, ya fallecidos, en sus hermanos, pero eran sólo dos y acabó pronto. Después centró sus pensamientos en Luisa, en el hueco dejado por su almohadón, en su cuerpo, pero eso no era aburrido, todo lo contrario, le excitaba. Si tuviera hijos podría pensar en ellos, pero no los tenía. Luisa no quería, alegaba que todavía era muy joven y no quería responsabilidades. Pero él sabía que era otra excusa, suave pero incomprensible, porque la vida está llena de responsabilidades que no siempre se pueden eludir. Ella se había ido porque él no quería casarse, porque habían discutido y él se había mostrado inflexible.  Por eso se había marchado y en su lugar había dejado el hueco del almohadón. Cuando se conocieron, él ya roncaba y ella lo sabía.

            Padres, hijos, hermanos, mujer: el camino de la vida, la línea natural de la concepción, amor, sexo, actividad, espermatozoides.  Este podía ser un tema aburrido para conciliar el sueño. Dio un nuevo giro en la arena del páramo, quedó boca abajo, con el cuerpo extendido sobre la sábana bajera y los brazos en cruz.

            Echaba de menos a Luisa, a su almohadón, al cepillo de dientes, a la ropa interior que se había llevado, a su cuerpo, tendría que hacer algo con los ronquidos, ir al médico, operarse de la nariz, o del alvéolo del paladar, que también era una solución. Debería pensar seriamente en el matrimonio si quería que ella regresara. Luisa solía arrimarle los pies cuando tenía frío. Él siempre los tenía calientes, pero las manos frías, y ella lo rechazaba cuando se las ponía sobre el pecho, sobre todo si estaba dormida.

            Hijos, hijos, sentía su ausencia con más fuerza que la de ella, probablemente porque no los tenía. ¿Cómo los habrían hecho de haberlos tenido? ¿Los habrían concebido en esta cama? ¿En un hotel? ¿En el campo, como hacían a menudo? Luisa lo habría sabido enseguida, los hombres no nos preocupamos de esas cosas, se dijo, sin embargo, ellas lo saben con una seguridad que intimida. Y él, ¿Cuándo fue concebido? ¿Dónde? ¿A qué hora? ¿Qué postura utilizaron sus padres? Le preocupaba este detalle, aunque pareciera insignificante, porque había leído que la postura incide en el carácter del neonato. Giró el cuerpo de nuevo sobre la sábana, se quedó boca arriba con las piernas abiertas en aspa, los brazos pegados a lo largo del cuerpo. Le hubiera gustado saberlo pero no le podía preguntar ese detalle a su madre porque estaba muerta y a su padre tampoco por la misma razón. ¿Cómo lo harían ellos? ¿Con camisón, su madre? ¿Con pijama, su padre? ¿A oscuras? ¿Habría conocido su madre el placer que decía sentir Luisa cuando lo hacían? ¿Lo fingiría, o simplemente se dejaría hacer porque era su obligación conyugal? Y la imagen, sin querer, acudió a su mente. Recordaba el dormitorio de sus padres, la cama antigua con el cabezal de madera labrada y colcha de ganchillo, el armario oscuro, de doble puerta y espejos frente a los pies de la cama, ¿se verían reflejados en ellos los días de verano, cuando apretaba el calor y se retiraban a dormir la siesta? ¿O cerrarían las ventanas para salvaguardarse de miradas indiscretas?

            Y la escena: su padre encima, no podía imaginar a su madre de manera distinta, eran otros tiempos, no como ahora, a Luisa le gusta más estar encima porque así domina, su padre jadeante, la calvicie perlada de sudor,  la cara lustrosa, su madre mirando al techo, esperando a que terminara la sesión. Veía el cuerpo en febril funcionamiento, la emisión de líquidos, gemidos, los espermatozoides corriendo, veloces, agitando la cola para llegar los primeros a la meta, peleándose entre sí como animales por la presa. Se imaginó a sí mismo como un espermatozoide con bigote, ligeramente calvo y algo barrigón corriendo desesperado hacia el óvulo que se abría ante él excitado, sudoroso entre los líquidos vaginales que le hacían resbalar. Sintiendo el vértigo de mirar hacia atrás, hacia el precipicio oscuro del túnel que le llevaría de vuelta a ningún lugar, porque él ya sabría, como saben todos los espermatozoides medianamente despabilados, que si se pierde la oportunidad de alcanzar el óvulo no se puede regresar a la bolsa originaria, al nido que te vio nacer y se estrellan contra la carne que los ha expulsado, y allí se reencuentran con los compañeros caídos en la misma carrera, avergonzados de sus fuerzas, de su agilidad, de su entereza, soportando la ridiculez de abandonar la carga genética en cualquier lugar. Porque él, como espermatozoide, también sabría porque siempre hay cotilleos e infiltraciones en cualquier sociedad, que su vida podía finalizar en una mano, en la tela olorosa de un calzoncillo, entre los dientes de una cremallera, en un pañuelo, o lo que era peor y más denigrante: fenecer definitivamente en una catarata jabonosa, desahuciado sin consideración de las entrañas femeninas.

            Pero él no era de los que fracasaban. De lo contrario no estaría ahí, tumbado sobre la cama, revolcándose en el frio erial pensando en Luisa. Él, como espermatozoide, fue el que alcanzó su objetivo: el óvulo dispuesto a ser perforado, ese es el sino masculino: perforar, como infatigables mineros, para convertirse, a partir de dos gametos, en un ser humano, el mismo que ahora padecía insomnio, el mismo que Luisa había abandonado por sus ronquidos o porque no se quería casar. Se percibió en perfecta comunión con el óvulo escogido aportando cada cual su carga genética, la multiplicación de las células, el crecimiento lento y perfecto en el vientre de su madre, flotando en la placenta, y dieron las dos en el reloj de la iglesia cercana.

            El espermatozoide había dejado de ser, no existía como tal, el bigote lo había donado, junto con sus otros rasgos, al óvulo que lo había acogido en su interior. Realizó el viaje iniciático al interior de su propia creación, tal como lo había visto en televisión, como si fuera ahora una diminuta cámara láser atravesando la bolsa de líquido amniótico, sintió en sus carnes la humedad del fluido y dieron las tres en el despertador. Se vio crecer y crecer con la pausa y el orden con que la naturaleza actúa, y entre tanto le dieron las cuatro. Empezó a sentir un terrible aburrimiento porque a él lo natural siempre le había parecido muy tedioso, lo contrario que a Luisa que era una ecologista convencida, algo cerril para él, que se empeñaba en ir al campo los fines de semana, con lo entretenida que era la ciudad. Al recordar los paisajes bucólicos que Luisa le mostraba, los ojos empezaron a cerrársele y fue cayendo en un dulce sopor sin haber modificado su anterior postura: despanzurrado en la cama, con las piernas en aspa, los brazos abiertos, el derecho ocupando el hueco sombrío del almohadón de Luisa y el izquierdo que caía desmayado por el borde de la cama. No se percató de que el aburrimiento le había alcanzado en los ojos cuando las campanadas del reloj de la iglesia daban las seis.

            Roncó como una fiera salvaje, como le recordaba Luisa constantemente, y cuando soñaba que iba con ella paseando por el campo, cogidos de la mano, con un ramillete de flores amarillas en la mochila, con cara de aburrimiento, añorando la ciudad, el bullicio de la vida de sus calles, la polución de los coches, su existencia de solitario, la paz de su casa sin niños, los cajones sin ropa interior femenina y la cama para él solo.

            Y en ese momento de inalterable felicidad, las manecillas del reloj se unieron en un abrazo en el número siete.