El secreto de don Ambrosio
A la generación Bibliocafé
Apareció en silencio, como si flotara sobre el suelo de piedrecillas
del cementerio. Vestía un traje de chaqueta negro sobre una blusa blanca de la
que apenas se veía la gorguera de puntilla que envolvía su cuello.
Se situó al final del círculo que rodeaba la tumba de don Ambrosio, el
prócer de la aldea. Y comenzaron los cuchicheos mientras el párroco seguía con
su interminable letanía de alabanzas. Y siguieron las conjeturas. Y las
elucubraciones. Y las miradas, y los cuchicheos: esa barbilla es de doña Paca,
la abuela del Ambrosio.
La nariz, pétrea, que sobresale de un cutis delicado. No, no, dice
otra, el rasgo de los ojos, fíjate bien es igual que aquella medio hermana de
él, la que tuvo el padre con aquella cantante de cabaret.
Tiene la mujer un tono seductor en su porte que a alguien le hace
recordar a aquella mucama que trajo él desde Cuba. Y el escándalo que supuso.
Y ella, silente, etérea, abre el círculo y se acerca a la tumba. Se ve
rodeada de desconocidos que no dejan de observarla, de juzgarla. Los hombres se
aproximan a ella. Le dan el pésame. Aspiran el aroma perturbador. Ella se deja
querer. Sonríe.
Se enjuga una lagrimilla díscola que rueda por su mejilla. Traga
saliva y la nuez de Adán sobresale por la gorguera. Lee el epitafio: “Aquí yace
un hombre sin contradicciones, temeroso de Dios”.
Aún después de quedar el cementerio vacío, se siguen escuchando sus
carcajadas.
Los secretos son un material narrativo indiscutible que acaba saliendo a la luz en la última línea para placer del lector.
ResponderEliminarUn abrazo.