martes, 16 de abril de 2019

DIARIO DE UNA ESCRITORA RURAL - Capítulo III

Cinco días lloviendo sin cesar, con trellat (conocimiento) como decimos en València. Y hacía falta. Se veían los campos resecos, la tierra  cuarteada por falta de humedad. Este agua servirá para limpiar la rambla que viene demasiado olorosa por el calor y otras cosas.

La rambla, cuando yo era pequeña, llevaba agua fresca y limpia. Chapoteábamos como unas locas y mi tía nos decía que nos nos bañáramos tanto que nos íbamos a regalar. 

"Regalarse" . dícese cuando te bañas mucho, mucho y te arrugas y parece que se te va a caer la piel o, en su defecto, te vas a quedar en los huesos. Diccionario rural.

Lo cierto es que no le hacíamos mucho caso y seguíamos metidas en el agua mientras las madres lavaban la ropa en el lavadero, y conversaban de sus cosas y de los chismes del pueblo y de las necesidades de cada momento. Al terminar, llenaban de agua los cántaros y los botijos y los metían dentro de las albardas del mulo. Nosotras llenábamos nuestras memorias de recuerdos y de risas.
Lo pero era subir la empinada cuesta. El frescor del agua en la piel desaparecía a los pocos minutos de comenzar a caminar y volvíamos a desear meternos en la rambla. A los lados del camino había eras. Ahora hay vallados llenos de cosas inútiles, desde mi punto de vista, por supuesto. Almacenes de coches viejos, restos de cascotes de construcción en los márgenes de la rambla. 

Un día llegó el agua potable, sería sobre los años setenta, después de que se fueran las ovejas y asfaltaron las calles y ya nada fue igual. 

Y, por fin, tuvimos un cuarto de baño. Pequeño, con un plato de ducha, y un váter y una pilita de lavabo. 

¡Albrícias! gritamos, nos podemos duchar debajo de una alcachofa, con el chorrito cayendo sobre nuestras cabezas sudorosas y aparcar la regadera. El asunto de la ducha consistía en meter los pies en una palangana de plástico, y que otra persona se subiera a una silla y desde su altura regar al duchante con la consabida regadera. La nuestra era de color verde manzana.

Nos apresuramos a comprar una lavadora a plazos, aunque fuera manual como la que tenía mi madre. Y nadie más bajó al lavadero. Y las conversaciones se redujeron al ámbito familiar, a las visitas, al horno o a las esquinas. Nos seguimos bañando en la rambla, pero por poco tiempo. 


También pudimos instalar calentadores de agua, porque luz eléctrica ya teníamos. Ya no dependíamos de Julio o Manolo, no recuerdo bien su nombre, el lucero le decíamos, el que cortaba y daba la luz. 

Pero lo más importante fue tener un váter, como en la ciudad. Eso sí que fue progreso. Un sin vivir era hacer menores y mayores perseguida por las gallinas. El "váter" de casa de una de mis tías estaba en el corral, justo enfrente de su casa. Salir de noche era peligroso, muy peligroso y también de día. Había que lidiar con los animales - gallinas, pollos o pavos -  que te perseguían por el corral, buscar un lugar acorde al menester, proveerse de un palo o una piedra y, una vez terminado el menester, salir pitando.

Y siguió llegando el progreso y se creó la canalización y ahora la rambla es un sumidero. En verano apesta, está cubierta de juncos, dicen que hay polletas de agua, pero no estoy tan segura de que sobrevivan en unas aguas infestas todo el año, porque a esas aguas van los vertidos de las casas, los nuestros. A falta de depuradora, es lo que tenemos. Porque dinero para instalar una no llega nunca. Para que las aguas corran limpias hay que esperar a que la Virgen de la Cueva se digne enviar lluvia y la potencia de la corriente se lleve un poco más lejos la suciedad y el olor.



Es lo que tenemos por ser una aldea, por no poder tener Ayuntamiento propio, entre otras cosas. Porque nuestros impuestos, que no son pocos, se van a Requena. Y, al final, las necesidades de las poblaciones pequeñas se van diluyendo en las prioridades de las grandes.



domingo, 7 de abril de 2019

DIARIO DE UNA ESCRITORA RURAL - Capítulo II


A ningún urbanita, excepto por motivos laborales, quiero suponer, le obligan a vivir en el campo. 
Alejarse de la "civilización" es una decisión muy personal. A mí la ciudad me cansa, el ruido constante me aturde, por esa razón estoy tan a gusto escuchando el piar de los pajaritos, la voz de mi vecina a las ocho de la mañana mientras va a comprar el pan y se lo explica a otra vecina, el ronroneo del motor del tractor del Paco a la puerta de mi casa, hasta que se marcha a las labores del campo, o el ladrido chillón de la perreta de la casa de enfrente, entre otras sonoridades conocidas.
No se me ocurriría intentar convencer a nadie de que lo haga, no le vaya a producir una urticaria el contacto con los pinos y el aire oxigenado. 


El pastor que litigó con mi padre y otra vecina por el tema de los corrales murió hace unos años. El cargo pastoril y las ovejitas (otras, por supuesto) las heredó el hijo, junto el nombre. Es un tipo curioso este pastor. Cuando está en el monte, no muy lejos del corral actual, porque no lleva las ovejas a grandes distancias no vaya a ser que se agoten, tiene pose magnífica, de película casi épica: La mirada en la lejanía, la tez curtida por el sol del campo, apoyado en el bastón, con el morral colgando en un lado, el cigarro entre los labios, uno de los perros acostado a sus pies y el otro dando vueltas a su alrededor, vigilante.
Tiene un caminar pausado, arrastra los pies como si el trabajo le pesara. Mantiene dobladas las rodillas mientras camina. Es, para dar una idea, como si se hubiera levantado de una silla pero solo a medias, y se le hubieran quedado las piernas en un ángulo de, qué sé yo, pongamos de 45º. Con él apenas he cruzado cuatro palabras. Aunque, me temo que la quinta, no la entendería (yo)
Cuando él fallezca se perderá, con toda probabilidad, este oficio. No sé si habrá alguien en la aldea que quiera hacerse cargo de las ovejitas, aunque ¿por qué no lo podemos sustituir por un dron? Ya los perros por robots.
Los hijos permanecen en la aldea, no han emigrado a ningún lugar. Uno de ellos, si sigue así, igual lo hacen emigrar a un centro del estado. El otro es uno de los ejemplos que toda aldea suele tener. Va en bicicleta todo el día, cruza la carretera con la temeridad propia del que no teme nada porque no alcanza para ello, y se lleva bien con las ovejas. 

Se dice que una sociedad empieza a entrar en la modernidad cuando sus índices de colesterol, obesidad, triglicéridos  y ácido úrico son notables. Pues, felicitémonos, creo que estamos en el buen camino.
La modernidad de la ciudad exige aplicar la utilización del coche en cualquier lugar, aunque las distancias que se han de recorrer no sean largas. Para ir a la carnicería, a tomar café, a comprar el pan. 
Es imposible pensar en polución. Estamos rodeados de pinos, de naturaleza. Tú aspiras una buena bocanada de aire y qué tragas: oxígeno puro. Por lo tanto, para qué caminar. Que ya caminaron bastante nuestros antepasados cuando se marchaban de semana al campo con el hatillo y la mula. Nunca dejo de recordar a mi tío Amado. Otro personaje curioso.

Tenemos dos carnicerías. Una dentro y otra fuera, en la carretera. Podemos elegir y no solo basándonos en la calidad o el precio. Si eres oriundo tienes también otra posibilidad: el rencor. Imagina que, en un momento de la vida, la carnicera le ha dicho algo fuera de tono a tu hermano, pues tú, en solidaridad, dejas de comprarle y que se joda. La familia ante todo.


(to be continued again)

martes, 2 de abril de 2019

DIARIO DE UNA ESCRITORA RURAL- Capítulo I



De momento, vivo a caballo entre la ciudad y el campo. Habito en una de las zonas  de la Comunidad Valenciana que se ha ido despoblando lentamente, una zona donde las aldeas se están convirtiendo en espacios libres para los fantasmas. Creo que fue entre los años cincuenta y sesenta cuando se produjo la mayor emigración hacia las ciudades. Aldeas y caseríos fueron abandonados y de algunos de ellos quedan las paredes.


En muchas ocasiones me han preguntado cómo es posible que viva allí, que no me aburra, que no sienta que me falta algo imprescindible para la vida. ¡Es que hay tantos pinos! pues claro que hay pinos, no me he ido a un desierto ni un secarral. Esta zona es lo que viene a denominarse campo, con sus pinos, sus carrascas, sus bichos, sus montañitas, sus espliegos y almendros. En la aldea  hay casas, ¡Incluso tenemos agua potable. Un milagro!
Es cierto, y lo añoro, que no huele a pueblo. En ese aspecto hemos perdido credibilidad, porque ir a un pueblo que huela a nada, es catastrófico. Un pueblo que se precie y que sea tenido en cuenta por los que se acercan a la naturaleza debe oler a estiércol, a gallinas de corral (vacas en esta zona, no), a ovejas, a leña de hogar en invierno. 
Asfaltaron las calles hace unos cuantos años y no es lo mismo. Dónde va a parar desportillarse las rodillas en el asfalto o en el polvo y las piedras. No tiene nada de original. Para eso no vas a un pueblo, te quedas en la ciudad y punto.
Prohibieron los corrales dentro de la zona habitada porque se llenaba todo de moscas y tábanos. Pues, qué quieren que les diga: no es lo mismo. No debería hablar así porque fue mi padre uno de los promotores del asunto. Total, sólo teníamos un par de ellos cerca de casa. Claro, el pastor nos sigue mirando mal desde entonces. De él hablaremos en otro momento. 
Era divertido despertarse a las seis de la mañana en verano escuchando el balido de las ovejitas, el aliento del pastor para sacarlas del corral, el sonido de la escoba de mi madre barriendo las cagarrutas de los simpáticos animalillos. ¡Aquéllo sí que era bucólico y pastoril!
Y cuando ya se habían marchado todos quedaba en el ambiente el zumbar de las moscas y ese olor característico del ganado feliz. Marchaban el pastor y las ovejitas hacia los pastos cercanos. Muy lejanos no, porque tampoco había que cansarlas.
¡Ay¡ qué tiempos. ¡Cuánta añoranza me produce estos recuerdos!


(to be continued)