sábado, 4 de mayo de 2019

DIARIO DE UNA ESCRITORA RURAL . Capítulo IV


Lo que se ve desde mi ventana no es la mejor vista del paisaje, apenas un pedazo de monte, algunos tejados y los cables de la luz o del teléfono. Sin embargo, no la cambio por la que tengo desde mi escritorio en la ciudad. Ventanas, solo ventanas, ropa tendida, persianas que suben y bajan, mi vecino "pecho lobo" o el que sale a tender en pelotas, que me da mucho asquito (si, al menos, se pareciera a Brad Pitt) y allá arriba, recogido entre las paredes de la finca, un trocito de cielo azul.

Si miro hacia la derecha de esta ventana ya no puedo ver el monte. 
En las zonas rurales, excepto aquellas poblaciones que están consideradas como bien cultural, las construcciones alcanzan un nivel de despropósito inimaginable. Los pueblos son feos. Es cierto que hay casas con una cierta antigüedad que son bonitas, no me gusta este término, pero no se me ocurre otro. Las casas están bien cuidadas, mantienen un cierto señorío y están pintadas de distintos colores. Pero, siempre hay un pero, porque existen otras cuya cara visible es el cemento. El color gris, las grietas de las paredes, las persianas desdentadas, el descuido, las puertas metálicas en lugar de las de madera. 
Las casas, como en muchas aldeas, dan a dos calles. La parte trasera suele ser la cochera, como le llaman aquí al garaje. El lugar donde se guardan los tractores o los vehículos. Y la parte delantera la entrada principal. Así se suele establecer una norma en la construcción. Pero, regresamos al pero, siempre hay quien prefiere guardar su propia estética. Recurrir a la arbitrariedad.




En la parte trasera de mi casa, justo al lado construyeron un casoplón, enorme, antiestético, provocador, la manifestación del que quiere o necesita aparentar, se tenga posibles o no. El casoplón sigue ahí, impertérrito, vacío, agrietado, de color cemento, con los ojos hacia el monte y la boca cerrada por una puerta metálica. Desaparece el sol en invierno, las plantas languidecen y la humedad se convierte en una lengua sucia por las paredes. 
Quizás sea también esto el progreso, nada diferente a lo que sucede en las ciudades. La diferencia es que aquí somos menos, nos conocemos, nos hablamos, la mitad es familia de la otra mitad, o de un cuarto. Comparten apellidos e historia. Y de todo ello surgen las rencillas.
Vivir en una comunidad pequeña tiene sus ventajas e inconvenientes. La idea bucólica del campo ha quedado desfasada.
Sin embargo, disfruto de la conversación con los vecinos, del trueque: uno arregla algo, otro te regala media docena de huevos, dos chorizos. Uno reparte la cosecha de habas con la vecina y ella te corresponde con un pastel o un bote de miel de sus panales.