Cuando era
pequeña me gustaba mucho la Navidad.
Durante esos días confluían varias cosas que la hacían mágica e
inolvidable.
Lo más importante era que no había colegio durante muchos días.
Después que nos traían el aguinaldo. Solía
coincidir con el primer día de las vacaciones, cuando llevábamos las notas a
casa, y con el día del sorteo de la lotería que cantaban en la radio los niños
de San Ildefonso. Los niños de entonces eran huérfanos y eran los niños que mejor cantaban los números en la España de Franco. Mientras ellos cantaban,
sonaba de fondo el movimiento del bombo donde estaban las bolas con todos los
premios. Años después, cuando mi padre compró una televisión lo presenciábamos
en directo como si estuviéramos en la sala de sorteos, con los décimos y las
papeletas encima de la mesa como si conjurásemos a que la suerte cayera de
nuestro lado. Nunca tuvimos mucha suerte.
El aguinaldo era
una cesta grande, o me lo parecía, que contenía de casi todo: Un salchichón
gordo de textura grasienta que a mí me sabía como un manjar; un chorizo
pamplonés; unas latas de atún, melocotón
y piña en almíbar, pastillas de turrón, aunque las mejores eran las que
compraba mi padre para mi madre, aunque luego se las comía él, de una tienda de
la plaza Emilio Castelar, que ya se llamaba del Caudillo, porque el tal Emilio
fue presidente de la República, y eso en la España de Franco no se podía permitir.
La tienda era muy cara, se llamaba y se llama: Turrones Galiana. Los turrones
que traía la cesta del aguinaldo no eran tan buenos, pero sabían a fiesta.
La cesta no sé quién la traía, quizás fuera también el señor Martín, un señor con bigote que vendía de todo por las casas, desde sábanas de algodón, mantelerías de puntillas de bolillos para las dotes de las casaderas, paños de cocina de algodón, toallas de Portugal y cortinas de encajes por metros. Vendía a plazos y cada semana iba de puerta en puerta, llamaba al timbre y decía: zoy Martín, decía zoy porque era andaluz. Yo abría y luego salía mi madre y le daba un dinero y Martín lo apuntaba en una libretita que llevaba en un bolsillo de la chaqueta. Las compras las hacía mi madre durante todo el año de esa manera: de fiado. Ella anotaba lo que le daba al señor Martín para llevar su propio control y saber cuándo podía comprar algo nuevo. Pero lo del aguinaldo era distinto. Una tradición desde mi abuela.
Pero lo
mejor del aguinaldo no era la cesta, era otra cosa que no iba en ella: un
pollo, vivo, de cresta colorada, atado por las patas, boca abajo y con cara de
no saber qué estaba haciendo allí.
Mi madre lo
metía en la cocina. El pollo, atado con un cordel por una de las patas a la
pila de lavar, nos miraba con expresión de desconcierto. Yo prefería creer que
más que desconcertado el pollo estaba aterrorizado porque intuía su inmediato
futuro. Nuestro pollo se asemejaba mucho a los pollos que les regalaban a los
guardias urbanos que regulaban la circulación cuando no existían los semáforos,
o había tan pocos que debían de funcionar con gas. A los guardias, la gente les
dejaba el aguinaldo de Navidad a los pies de su puesto en medio de la calle,
como se ve en algunas películas españolas de Alfredo Landa, pero esa imagen es
ya tan antigua que parece inexistente.
Los pollos
tienen la mirada huidiza, atravesada en esos ojillos que parecen concentrar en
sus pupilas la curiosidad por lo que les rodea. El animalito, al que yo
recuerdo siempre blanco, año tras año, doblaba el cuello mientras recorría con
su mirada antojadiza el entorno de la cocina. De vez en cuando, siguiendo su
instinto, intentaba escapar, soltar la pata del cordel que lo retenía, hasta
que después de varios intentos desistía, agotado y estremecido y se metía
debajo de la pila, acuclillado sobre el suelo. Olía mal porque siendo un pollo
no tenía conciencia de sus necesidades, por supuesto.
El pollo
permanecía en la situación de reo de muerte durante un par de días. Durante la
noche y parte de la tarde estaba en la cocina para que no se helara a la
intemperie de la galería, donde estaba durante la mañana, bajo el frío al sol
que seguramente le traía recuerdos de su libertad perdida. A mí me daba mucha lástima. Los niños
sentimos debilidad por los bichos indefensos antes de lanzarles una pedrada.
Mi madre ya
tenía el cuchillo afilado. Yo estaba presente mientras mi padre cogía al pollo
y ella le hacía un tajo en el cuello por donde empezaba a manar la sangre que
recogíamos en una palangana (en mi casa le hemos llamado siempre zafa) y
después no recuerdo que hacía con ella, porque la "sang amb seba" que comíamos en
casa no era la del pollo, era otra que mi madre compraba en el mercado de
Russafa y la cocía y la aderezaba con cebolla frita y piñones.
Del pollo
aterido de miedo mi madre sacaba caldo, cocido de Navidad, y arroz con pollo.
Si el animal hubiera sabido lo que su vida había proporcionado de felicidad, se
hubiera ido más contento al cielo de las aves.


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