Los olores son una
de mis debilidades. En un día como este, rodeada de crisantemos, gladiolos,
claveles o lirios, celebrar la muerte como otra forma de vida me acerca a lo
sublime. Hoy me acicalo más que de
costumbre. Como un homenaje a aquellos a quienes voy a visitar.
En casa tengo un
altarcito. Lo voy montando con mucha devoción desde finales de octubre hasta el
3 de noviembre, cuando ya he recibido la visita de las almas de mis difuntos.
Esta costumbre la adquirí hace muchos años, cuando viví en México. Allí sí que
entienden lo que es festejar la muerte. El altarcito es de siete pisos, tan
lindo. Yo misma hago las calaveritas a lo largo de los meses. Cada año es
distinto. Todo depende de las fotografías. No importa si son en blanco y negro
o en color.
El pasado año
dediqué el altarcito a los viejitos. Pobres, tan abandonados en esas residencias
oscuras, que huelen a células muertas, a lejía podrida, a col hervida. Sin
familia, sin nadie que les visite, excepto yo, la sobrina o la vecina que nunca
les ha olvidado. Ellos no suelen recordar nada. Me aceptan de buen grado, como
aceptarían a un perro o un gato. Les pido una fotografía y la guardo. Para el
altarcito. Me quedo a su lado hasta el último suspiro. Evito mirarles a los
ojos cuando su mirada suplicante, su mano agarrotada se ciñe a mi brazo. Aunque
les hablo, les digo que iré a visitarles, que nunca estarán solos, que pondré
velas para que encuentren su camino, que van a tener un altarcito para que se
sientan felices, hay quien se resiste a abandonar esa triste y solitaria vida.
Aparte de los
altarcitos anuales, vengo a menudo al camposanto. Paseo entre las tumbas, me
detengo en los panteones familiares. Como apasionada del arte, disfruto con las
estatuas ángeles, de toreros, de escritores. Verdaderas joyas. También me gusta
observar las lápidas, siempre se sabe las que son visitadas, cuidadas y
queridas. Hay familias que, para recordar a los suyos, tal como ellos pensaban
que eran, ponen una fotografía de cuando eran niños, o adolescentes, o del día
de la boda o del carnet de identidad. También sucede lo contrario. Algunas tienen las fotografías desvaídas, las flores de plástico están carcomidas por el
sol y la pena y el mármol ennegrecido. Es tan lastimoso verlas abandonadas de la mano de dios. Me deja
una sensación de desconsuelo que ni siquiera el aroma de las flores logra
mitigar.
Este año he
dejado a los viejitos para centrarme en mi labor cristiana en aquellos que no
tienen nada ni a nadie. Esas personas que duermen en la calle o en los parques,
como los animales, que hieden, que beben para consolarse y olvidar, mujeres
que sobreviven prostituyéndose, hombres con tendencias criminales o suicidas. Vidas
que se me clavan en el corazón. Algunos ni siquiera poseen una foto, pero yo les
tomo una y la guardo hasta que llega el momento oportuno, que suele ser la
noche, cuando comienza el otoño y se arrebujan entre los cartones y las toscas mantas. El momento de acabar con sus penalidades
terrenales.
Me ha
quedado un altarcito divino. Tan colorido. Tan lleno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario