Amaneció el sábado más tranquilo,
nublado, pero con ánimo de despejarse por algún rincón. Al menos, parecía que
el agua del día anterior nos iba a dar un poco de tregua.
Después de tocar notas largas al
oboe, comprobar que la caña estaba en mejor estado que yo, de hacer los macarrones
para mi familia, sobre todo por mi nieto, de pintarme los ojos, un acto que he
olvidado desde que mi jubilé y de dejar las cosas preparadas, nos fuimos a
recoger al señor editor al tren. La comida con Mariano y Mayte siempre es
placentera. Nos conocemos muchos años, sabemos lo que nos gusta, y nos gusta la
conversación. El mar al fondo, algo bravío, repleto de veleros. Mis nervios
estaban todavía templados. Sin pensar en lo que venía después. Y para
templarlos del todo nada mejor que un carajillo de ron.
A las seis y media en la
librería, donde había quedado con Víctor, mi profesor de oboe. La persona que
me ha ayudado a retomar el instrumento después de cinco años sin tocar, sin
soplar la caña, casi sin acordarme de respirar. Y el carajillo dejó de hacer
efecto. Me tendría que haber tomado unas valerianas o tres whiskises.
Con la música yo soy como aquellos
abueletes de las bandas de música de antaño: con más devoción que estudios. Es
lo que sucede cuando empiezas los estudios pasada la cuarenta. He tocado muchos
años en banda, es cierto, pero siempre, por suerte, sin destacar. Y nunca he hecho audiciones, como se suele
hacer en los Conservatorios.
Yo sola me metí en el lío de
querer combinar la música con la literatura. Y de querer que fuera una sorpresa
para todos. De ahí mis nervios. De pronto, la librería se llenó de gente:
amigos, compañeras del colegio, de la oficina, familia, escritoras y escritores
que quisieron acompañarme y Víctor se tuvo que encargar en poner el oboe en
orden: soplar la caña para comprobar que funcionaba, que estaba afinada. Las
partituras venían en unas cartulinas con la portada de la novela. Un detallazo
de una persona generosa.
Me gusta ser puntual en las
presentaciones. Cinco minutos de cortesía, y al lío.
Tocamos tres piezas pequeñas que
Víctor había arreglado para dos oboes. Ya dije que Bizet había escrito uno de
los solos más hermosos para oboe de toda la historia de la música, que lo que yo
hiciera, seguramente, no tendría nada que ver con ello. Los nervios en la
mandíbula. Y algún bemol que otro se escapó, pero gracias a Víctor todo salió
bien.
La presentación a cargo de Fani
Fernández fue genial. Aguda, cariñosa, cómplice, detallista. Igual que las
palabras de Mariano y la acogida de Almudena en la librería, como siempre, como
estar en casa. Y tanta gente y tanto cariño que todavía estoy desbordada.