(Imagen creada con I.A)
UNA NOCHE EN EL PÁRAMO
Estaba acostado en la cama, que le parecía, vista desde
su lado, un páramo de soledad. Luisa se había llevado su almohadón que era de
distinto relleno que el suyo, el mismo que se trajo cuando decidieron convivir.
Al ver la cama descabezada pensó, por entretenerse en algo, que era un animal
de dos cabezas, como aquél que había visto en una película hacía unas semanas y
que causaba estragos entre los campesinos de una ignota región, hasta que el
más valiente de todos ellos se la segaba de un tajo certero. Llevaba más de una
hora acostado y el sueño se mostraba reacio. Ya había notado que el insomnio se
había aferrado a sus noches como un vampiro. Él mismo se despertaba con el
retumbo de sus ronquidos, (Luisa tenía razón), aunque él no quisiera aceptarlo,
y abría los ojos sobresaltado, se levantaba de la cama y se iba al cuarto de baño. Después, conciliar el
sueño era todo un logro.
Desde que se había acostado no paraba de dar vueltas,
como si se revolcara en la frialdad del páramo. Se aferraba al almohadón,
giraba en redondo, se enredaba en las sábanas, las arreglaba, se arrebujaba
entre ellas porque la noche estaba siendo fresca y la ausencia de Luisa
congelaba las sábanas y su propio cuerpo.
Y el sueño se alejaba. No quería contar ovejitas para dormirse, no tenía
ganas de leer, no solía escuchar la radio y se puso a pensar, para encontrarse
con el sueño. Pensó en sus padres, ya fallecidos, en sus hermanos, pero eran
sólo dos y acabó pronto. Después centró sus pensamientos en Luisa, en el hueco
dejado por su almohadón, en su cuerpo, pero eso no era aburrido, todo lo
contrario, le excitaba. Si tuviera hijos podría pensar en ellos, pero no los
tenía. Luisa no quería, alegaba que todavía era muy joven y no quería
responsabilidades. Pero él sabía que era otra excusa, suave pero
incomprensible, porque la vida está llena de responsabilidades que no siempre
se pueden eludir. Ella se había ido porque él no quería casarse, porque habían
discutido y él se había mostrado inflexible.
Por eso se había marchado y en su lugar había dejado el hueco del
almohadón. Cuando se conocieron, él ya roncaba y ella lo sabía.
Padres, hijos, hermanos, mujer: el camino de la vida, la
línea natural de la concepción, amor, sexo, actividad, espermatozoides. Este podía ser un tema aburrido para
conciliar el sueño. Dio un nuevo giro en la arena del páramo, quedó boca abajo,
con el cuerpo extendido sobre la sábana bajera y los brazos en cruz.
Echaba de menos a Luisa, a su almohadón, al cepillo de
dientes, a la ropa interior que se había llevado, a su cuerpo, tendría que
hacer algo con los ronquidos, ir al médico, operarse de la nariz, o del alvéolo
del paladar, que también era una solución. Debería pensar seriamente en el
matrimonio si quería que ella regresara. Luisa solía arrimarle los pies cuando
tenía frío. Él siempre los tenía calientes, pero las manos frías, y ella lo
rechazaba cuando se las ponía sobre el pecho, sobre todo si estaba dormida.
Hijos, hijos, sentía su ausencia con más fuerza que la de
ella, probablemente porque no los tenía. ¿Cómo los habrían hecho de haberlos
tenido? ¿Los habrían concebido en esta cama? ¿En un hotel? ¿En el campo, como
hacían a menudo? Luisa lo habría sabido enseguida, los hombres no nos
preocupamos de esas cosas, se dijo, sin embargo, ellas lo saben con una
seguridad que intimida. Y él, ¿Cuándo fue concebido? ¿Dónde? ¿A qué hora? ¿Qué
postura utilizaron sus padres? Le preocupaba este detalle, aunque pareciera insignificante,
porque había leído que la postura incide en el carácter del neonato. Giró el
cuerpo de nuevo sobre la sábana, se quedó boca arriba con las piernas abiertas
en aspa, los brazos pegados a lo largo del cuerpo. Le hubiera gustado saberlo
pero no le podía preguntar ese detalle a su madre porque estaba muerta y a su
padre tampoco por la misma razón. ¿Cómo lo harían ellos? ¿Con camisón, su
madre? ¿Con pijama, su padre? ¿A oscuras? ¿Habría conocido su madre el placer
que decía sentir Luisa cuando lo hacían? ¿Lo fingiría, o simplemente se dejaría
hacer porque era su obligación conyugal? Y la imagen, sin querer, acudió a su
mente. Recordaba el dormitorio de sus padres, la cama antigua con el cabezal de
madera labrada y colcha de ganchillo, el armario oscuro, de doble puerta y
espejos frente a los pies de la cama, ¿se verían reflejados en ellos los días
de verano, cuando apretaba el calor y se retiraban a dormir la siesta? ¿O
cerrarían las ventanas para salvaguardarse de miradas indiscretas?
Y la escena: su padre encima, no podía imaginar a su
madre de manera distinta, eran otros tiempos, no como ahora, a Luisa le gusta
más estar encima porque así domina, su padre jadeante, la calvicie perlada de
sudor, la cara lustrosa, su madre
mirando al techo, esperando a que terminara la sesión. Veía el cuerpo en febril
funcionamiento, la emisión de líquidos, gemidos, los espermatozoides corriendo,
veloces, agitando la cola para llegar los primeros a la meta, peleándose entre
sí como animales por la presa. Se imaginó a sí mismo como un espermatozoide con
bigote, ligeramente calvo y algo barrigón corriendo desesperado hacia el óvulo
que se abría ante él excitado, sudoroso entre los líquidos vaginales que le
hacían resbalar. Sintiendo el vértigo de mirar hacia atrás, hacia el precipicio
oscuro del túnel que le llevaría de vuelta a ningún lugar, porque él ya sabría,
como saben todos los espermatozoides medianamente despabilados, que si se
pierde la oportunidad de alcanzar el óvulo no se puede regresar a la bolsa
originaria, al nido que te vio nacer y se estrellan contra la carne que los ha
expulsado, y allí se reencuentran con los compañeros caídos en la misma
carrera, avergonzados de sus fuerzas, de su agilidad, de su entereza,
soportando la ridiculez de abandonar la carga genética en cualquier lugar.
Porque él, como espermatozoide, también sabría porque siempre hay cotilleos e
infiltraciones en cualquier sociedad, que su vida podía finalizar en una mano,
en la tela olorosa de un calzoncillo, entre los dientes de una cremallera, en
un pañuelo, o lo que era peor y más denigrante: fenecer definitivamente en una
catarata jabonosa, desahuciado sin consideración de las entrañas femeninas.
Pero él no era de los que fracasaban. De lo contrario no
estaría ahí, tumbado sobre la cama, revolcándose en el frio erial pensando en
Luisa. Él, como espermatozoide, fue el que alcanzó su objetivo: el óvulo
dispuesto a ser perforado, ese es el sino masculino: perforar, como
infatigables mineros, para convertirse, a partir de dos gametos, en un ser
humano, el mismo que ahora padecía insomnio, el mismo que Luisa había
abandonado por sus ronquidos o porque no se quería casar. Se percibió en
perfecta comunión con el óvulo escogido aportando cada cual su carga genética,
la multiplicación de las células, el crecimiento lento y perfecto en el vientre
de su madre, flotando en la placenta, y dieron las dos en el reloj de la
iglesia cercana.
El espermatozoide había dejado de ser, no existía como
tal, el bigote lo había donado, junto con sus otros rasgos, al óvulo que lo
había acogido en su interior. Realizó el viaje iniciático al interior de su
propia creación, tal como lo había visto en televisión, como si fuera ahora una
diminuta cámara láser atravesando la bolsa de líquido amniótico, sintió en sus
carnes la humedad del fluido y dieron las tres en el despertador. Se vio crecer
y crecer con la pausa y el orden con que la naturaleza actúa, y entre tanto le
dieron las cuatro. Empezó a sentir un terrible aburrimiento porque a él lo
natural siempre le había parecido muy tedioso, lo contrario que a Luisa que era
una ecologista convencida, algo cerril para él, que se empeñaba en ir al campo
los fines de semana, con lo entretenida que era la ciudad. Al recordar los
paisajes bucólicos que Luisa le mostraba, los ojos empezaron a cerrársele y fue
cayendo en un dulce sopor sin haber modificado su anterior postura:
despanzurrado en la cama, con las piernas en aspa, los brazos abiertos, el
derecho ocupando el hueco sombrío del almohadón de Luisa y el izquierdo que
caía desmayado por el borde de la cama. No se percató de que el aburrimiento le
había alcanzado en los ojos cuando las campanadas del reloj de la iglesia daban
las seis.
Roncó como una fiera salvaje, como le recordaba Luisa
constantemente, y cuando soñaba que iba con ella paseando por el campo, cogidos
de la mano, con un ramillete de flores amarillas en la mochila, con cara de
aburrimiento, añorando la ciudad, el bullicio de la vida de sus calles, la
polución de los coches, su existencia de solitario, la paz de su casa sin
niños, los cajones sin ropa interior femenina y la cama para él solo.
Y en ese momento de inalterable felicidad, las manecillas
del reloj se unieron en un abrazo en el número siete.